En realidad, esta vez no vi nevar.
Dani y yo habíamos dejado a una pareja amiga camino a un camping mientras nosotros empezamos a remontar un arroyo por una montaña bastante empinada. Como era tarde y esta comenzado a lloviznar, paramos en el único lugar donde cabía la carpa a pasar la noche.
Al día siguiente seguimos subiendo hasta llegar a la naciente del arroyo, la Laguna Azul, uno de los lugares más hermosos que vi en mi vida. Y nos encontramos con una sorpresa: lo que había sido lluvia para nosotros, arriba había sido nevada. Toda la montaña con manchones de nieve fresca rodeando la laguna azul oscuro, una belleza. ¿Nieve a fines de enero? Sí, así fue hace casi 10 años.

Me imaginaba cosas horribles y no podía parar de llorar. Y en el fondo, pensaba, no estaba enojada con Dani. Podía haber pensado que era su culpa, que era él el que tenía experiencia en montaña y yo no, que él ya había hecho ese camino y yo no, que...
Era una situación para echarle la culpa a cualquiera y no, yo no se la echaba nadie (salvo a mi azarosa decisión de seguir caminando con el camino lleno de nieve).
Al llegar del otro lado estaba helada. No pude ayudarle a armar la carpa. Y hasta cocinamos adentro, porque hacía mucho frío como para estar afuera de la carpa. Todavía asustada por lo que habíamos pasado, pensé que en ningún momento me había enojado con Dani, aún cuando el ataque de nervios que tenía me daba pie para hacerlo.
Si no hubiera nevado, hubiéramos llegado tranquilos y secos al otro lado. Pero así, gracias a la nieve, esa noche me di cuenta de que iba a pasar el resto de mi vida con Dani.
Y parece que no me equivoqué.