Los primeros días, en Bariloche llovía. Sí, veíamos nevar en los cerros, aunque veíamos nevar dentro de una nube, porque los días estuvieron bastante feos. Pero me daba bronca volver a la ciudad y que lloviera, persistentemente, mojándote el asqueroso enterito que te obligaban a alquilar. "Si va a llover, mejor que nieve", deseé durante tres días.
Al cuarto día, como siempre, me levanté temprano. Es que no me quedaba hasta tarde en los boliches; mi mejor amiga no iba porque se le destrozaban los oídos por el volumen de la música; entonces yo iba para conocerlos, bailaba un ratito y me volvía porque me aburría soberanamente. Me levanté, decía, y ví algo por la ventana que me resultó familiar: copos de nieve. ¡Nieve en Bariloche! Como la primera vez, empecé a los gritos "¡Nieve, nieve!" y tanto Carola como las dos chicas que estaban en la habitación saltaron de sus camas. Seguí al grito de "¡Nieve, nieve!", salvo que en vez de despertar a mi familia desperté a todo el hotel, porque bajé los cuatro pisos por la escalera gritando; no quería que nadie se perdiera semejante espectáculo.
Salí con la cámara que me habían prestado mis papás (aquella misma que siguió sacando fotos en Choele cuando ya no tenía rollo) y saqué unas hermosas fotos de Bariloche nevada (que subiré cuando las escanee; por ahora les dejo la única que tengo en la compu que, encima, no está nevando).
Al día de hoy, Dani ve esas fotos y muere de envidia... él fue montones de veces a Bariloche en invierno y jamás vio nevar en la ciudad (salvo una pequeña agua nieve que cayó hace dos años) como Carola, yo, y nuestros compañeros de secundaria vimos nevar en septiembre de 1992.
[continuará]