Un día, como tantos otros, caminaba invisiblemente gris entre la gente. Gente apurada, en su mayoría. Es que es una zona de oficinas, y todos iban a su trabajo, o al banco, o quién sabe dónde, pero todos apurados. Salvo algunos turistas, que se paraban en poses casi de revista, con sus múltiples bolsas llenas de ropa de cuero u otras cosas autóctonas que llevarán como recuerdos de su viaje por esta ciudad.
Él caminaba, sin ser visto, como de costumbre. Y pasó fugazmente detrás de mi amiga. Ella estaba mirando una vidriera llena de instrumentos musicales, fascinada. En realidad, no sabía tocar ninguno, pero le gusta la música y le gustan los instrumentos, las texturas, los colores, los brillos... Aún así, apabullada como estaba, sintió esa presencia gris pasando a su lado. Curioso. Ella, tan amante de los colores brillantes, podía detectar el gris como nadie...
El hombre gris, invisible ante la vista de los demás, fue directo hacia un piano, uno de los tantos que había en exhibición. Como nadie lo veía, se sentó en la banqueta y se puso a tocar. Nadie lo veía, excepto mi amiga.
De sus dedos grises, de las teclas blancas y negras, comenzó a brotar el color. Sólo mi amiga, con su ojo tan agudo para los colores, pudo verlo. El resto de la gente, apenas si prestaba atención a la música. Pero ella veía cómo el hombre gris se iba tiñiendo de esos colores, sólo por unos instantes, dejando lugar a los nuevos colores que salían de la música.
Así estuvieron durante unos minutos, hasta que él, así como había llegado, se levantó y se fue, otra vez gris, a perderse entre la multitud apurada. Ella lo siguió con la vista hasta que lo perdió y recordó que era hora de volver a su trabajo. Pero volvió con una sonrisa y un extraño brillo de colores en sus ojos.
(dedicado a mi amiga
que me contó esta historia)
que me contó esta historia)
Etiquetas: cuento