Eso es lo que decía. A mí me parecía raro, ¿cómo podía ser que existiera una persona a la que no le gustara jugar a absolutamente nada?
Pero el año pasado, vaya a saber por qué, nos invitó a reunirnos con otros amigos, esos que conoció cuando estaba terminando el secundario, en un bar donde te prestan juegos de mesa y ése es el chiste, entre cerveza y cerveza, vas moviendo la fichita en el tablero, o dibujando, o lo que fuese que haya que hacer. Cuando llegué ya habían tomado varias cervezas, así que no me extrañó que estuviese jugando... pero, claro, tomé nota para recriminárselo más adelante.
Hace unas semanas instalamos en casa la costumbre de jugar a algo, dados, cartas, el Clue si nos daba las neuronas... Apelaba a la entrega de una monografía de un tema del cual todavía no había leído nada y salía despavorida... Yo jugaba un rato e inevitablemente me quedaba dormida...
Pero terminó con las entregas de trabajo, se declaró libre y hasta disponible para jugar a algo. Uau. Entonces dormí la siesta, para quedarme toda la noche jugando. Y ayer jugamos, empezamos desempolvando un viejo juego parecido al ludo, pero sin dados, y un poco más complicado. Y guacho.
Y ahí supimos. Ahí se develó el por qué. Cuando yo juego (y le pasa a varios) nos sale una veta competitiva. En mi caso, no va más allá de saltos en la silla, gritos, alguna amenaza vana al aire. Pero en su caso es más grave. Va en serio. Una risita diabólica metió miedo. Intercambiaba fichas de lugar no porque le fuera útil a su juego, no porque retrocediera al que iba más adelante: se la agarraba con el que la había jorobado a ella. Murmuraba estrategias y maldiciones inentendibles. And then we knew. No le gusta jugar porque no quiere mostrar eso que tiene adentro.
No importa. Nadie puede tirar la primera piedra. Y nos reímos. Es humana, che. Y así, la queremos más.