Una noche soñé con una luna llena perfecta. Tenía un brillo extraño que se salía de sus bordes. Iluminaba un río en cuyas orillas crecían tulipanes blancos, brillando como la luna.
Fue tan fuerte la imagen que me desperté y salí corriendo a escribir el sueño en forma de poesía. Todavía estaba en el secundario, así que estoy hablando de hace más de 10 años.
Yo vi esa luna. Esa misma, exacta luna llena con ese extraño brillo. No iluminaba un río, aunque había uno cerca, sino una ciudad-pueblo un tanto apagada del norte de la Patagonia. Vi esa luna y, a pesar de todos los años que habían pasado, la reconocí: era la luna de ese sueño.
Por suerte, si es que la suerte existe, tenía la cámara de fotos y la foto fue tan fiel como puede ser una foto. Pero eso lo supe después, cuando revelé el rollo (la cámara digital llegaría 3 meses más tarde). Después de sacarla, o tal vez antes, o mientras, no recuerdo, el aroma dulzón del sueño me oprimió el corazón y tuve que hacer un gran esfuerzo para que no se me cayeran un par de lágrimas delante de mi sobrina.
Había descubierto que algunos sueños, aunque sea en parte, se podían hacer realidad.