Panyfiestas
viernes, julio 28, 2006
El viejo Juan y el águila
(no sé si mi prima Carola habrá escrito la versión para chicos de esta historia; me tomo el atravimiento de contarla a mi manera y espero que ella algún día me de a leer su cuento)


A Juan le encantaban los animales. En el fondo de su casa tenía su propio zoológico. Patos de distintos colores, cotorras, una tortuga encontrada a orillas del río, un par de teros (porque los teros siempre van de a dos), una mara, un par de perros, palomas, gansos y varias gallinas ponedoras. Pero a estas últimas, las únicas con valor "práctico", dejó de tenerlas unos años después cuando murió su mujer. Eran las que más cuidado requerían, y Juan ya no estaba para esas cosas.

Desde el día en que quedó viudo, cada día que Juan pasó en su pueblo visitó el cementerio sin faltar ni una sola vez. Se iba caminando, cuesta arriba, casi derecho, para hablar con su esposa. Porque él la extrañaba tanto que ése era su único consuelo. Y por eso mismo era tan difícil sacarlo del pueblo.

Más que nada se iba para visitar a los hijos que vivían lejos y no lo hacía por muchos días. Pero con el tiempo, Juan dejó de salir de su pueblo para no dejar de hacer su recorrido diario.

Entre los animales que compró o le regalaron a Juan hubo algunas águilas. Una blanca, una gris y una marrón hasta donde recuerdo. Una, no sé cuál, lo tenía loco, porque si se olvidaba de atarla por la noche le comía las gallinas. A otra la tuvo siempre suelta. Si Juan no le daba de comer, se iba por ahí a cazar algo y volvía.

Tardó un tiempo en darse cuenta lo que hacía esta águila. No sólo eso de ir y volver a la casa. Lo que pasa es que Juan iba tan ensimismado al cementerio que no miraba hacia ningún lado. Tal vez haya sido un vecino el que vio lo que pasaba y se lo dijo. Cuando Juan salía para el cementerio, el águila lo acompañaba. Al principio, iba siempre detrás, siguiéndolo sigilosamente, posándose de tanto en tanto en los pocos árboles que tiene el pueblo. Luego, ya sabiendo el camino, a veces se adelantaba al viejo, pero lo esperaba hasta que lo alcanzase para seguir vuelo. Lo que nunca hizo el águila fue entrar al cementerio, como si supiese que era un encuentro privado entre Juan y su esposa. El águila se posaba sobre la entrada y ahí se quedaba esperando hasta que el viejo saliera. Y luego lo seguía camino a casa.

El águila hizo esto todos los días hasta que desapareció. El viejo Juan supuso que algún desalmado la habría matado. O que tal vez se la había buscado, si había atacado a la mascota de alguien. Nunca supo qué pasó. Pero sí, que la extrañó.

Juan siguió yendo hacia el cementerio todos los días que estuvo en el pueblo, hasta el último que le tocó vivir. Después ya se quedó para siempre con su mujer. Dicen los vecinos que a veces les parece ver un águila posada en la entrada del cementerio. Pero no lo sé, porque no volví más al pueblo.

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